EL SUBJETIVISMO EN EL ARTE
Me gustaría hablar en las
líneas que siguen sobre arte. No me atrevo a ofrecer una opinión sobre qué sea
el arte, y menos aún a definirlo en cuatro palabras vacías. Siempre seré reacio
a las definiciones cortas que, a mi parecer, realizan la misma función que la
religión para algunos; apagar la duda con interpretaciones reduccionistas que
no amplían el conocimiento sino que lo simplifican. Muchos han intentado, con
mayor o menor fortuna, decir algo honesto sobre el arte, y verdaderamente
algunas teorías son muy acercadas a resolver el misterio, pero aun éstas
últimas son insuficientes. Al fin y al cabo el arte es una de esas cosas cuyo
desvelo de su incógnita, cuya comprensión minuciosa de todo su significado,
sería fatal para la humanidad. ¿Cómo nos sentiríamos si, de repente,
comprendiéramos a la perfección qué es el arte y cuáles son sus entresijos, si
viéramos en claro y no simbólicamente qué quiso decirnos Da Vinci con su Gioconda o Miguel Ángel con su Moisés? Sería tan fatal como descubrir
el porqué de la filosofía o la belleza de la historia. Sinceramente prefiero
que esos misterios permanezcan velados o como mucho se muestren simbólicamente.
Moisés (1509), de Miguel Ángel. Iglesia de San Pietro in Vincoli (Roma). |
Sin pretender, por tanto,
ofrecer una versión dogmática o simplificadora del arte, sí que abordaré un
aspecto que me es muy sugerente: el tremendo subjetivismo que hay en toda
manifestación artística. Creo que todo estudio estético sobre el concepto de arte
debería tener en cuenta este hecho; no es posible el arte, o al menos el buen arte,
sin que haya un sujeto que vierta sus impresiones, sus sentimientos, y por
tanto que subjetivice la obra que produce. En los últimos días he tenido
ocasión de pensar en esto por varios contactos con distintos campos de dicho
fenómeno. Empecemos por el cine, por ejemplo. La vida de Brian, del grupo de comediantes Monty Python, ofrece una
determinada versión de Jesús de Nazaret. Y no es ni más ni menos válida que
cualquier otra, sino que es una interpretación subjetiva de un determinado
sujeto. Si entendemos a Brian como un correlato de Jesús (algunas voces dicen
que no pusieron al mismo Jesús como protagonista para esquivar la censura o la crítica),
estos comediantes ven en el insigne Mesías no un guía dogmático y pescador de
hombres, como nos muestran los evangelios, sino un libertario que animaba a las
gentes, precisamente, a evitar cualquier dogmatismo, cualquier sectarismo o
cualquier cosa que socave el subjetivismo inherente de cada persona. Me llamó
mucho la atención, especialmente, la escena en la que los súbitos seguidores de
Brian, brillantes caricaturas de los movimientos de masas y el gregarismo, se
agolpan ante la casa del judío (hijo de un romano) y le ruegan a gritos que
salga. Cuando al final lo consiguen, Brian les lanza un lúcido discurso a favor
del libre pensamiento y en contra de toda heteronomía moral, pero cuando parece
que sus “seguidores” lo han comprendido y van a pensar por sí mismos, los
pobres ignorantes le dicen que sí, que se han dado cuenta y que a partir de ese
momento serán librepensadores y autónomos. Pero, ¿cómo se es librepensador?, le
pregunta a coro la marabunta de gente.
Volvamos al Moisés que antes comentábamos. En un
famoso texto[1], Freud intenta
psicoanalizar la escultura de Miguel Ángel. Para el afortunado que se haya
deleitado con la contemplación de esta obra, compartirá conmigo la fuerza que
inspira, la cantidad de cosas latentes que discurren por las profundidades del
duro mármol. Hay muchas cosas que hacen de esta obra una fuente fructífera para
variados acercamientos. La figura que representa, el bíblico líder del
judaísmo, pasa por ser quien trajo el monoteísmo al mundo: una nueva versión de
la realidad, una vida basada en la promesa de un Estado próspero, y que el
cristianismo convirtió en una promesa por la vida eterna. En fin, sería
desconsiderado no valorar lo que dicho personaje ha significado en la historia
occidental. Pero lo que aquí nos interesa es analizar lo que hace Freud, que en
el fondo es, al igual que los Monty Python con Jesús, una personal e
intransferible interpretación de Moisés. Freud, el hombre Freud (como diría
Unamuno), desde su fuerza subjetiva, que no era poca, aborda lúcidamente la
cuestión y nos ofrece a un Moisés en calma después de la tempestad. A esta
conclusión llega después de un largo recorrido por todos los análisis formales
de varios especialistas de arte, y de un análisis personal de la posición de
las tablas de la ley, de sus manos y de su relación con la frondosa barba. Al
parecer, Moisés, después de haber recibido el mensaje divino y bajar del monte
del Sinaí, queda consternado al toparse con los judíos adorando al becerro de
oro. Ante tal apostasía y transgresión de las normas divinas, Moisés hace un
movimiento brusco y descuida las tablas que tenía en el brazo derecho. Así se
explica la posición de la mano con la barba y la de la pierna izquierda en
claro ademán de levantarse. Veámoslo en palabras el mismo Freud:
Si no me engaño
mucho, ha de sernos permitido ahora cosechar el fruto de nuestros esfuerzos.
Hemos visto a cuántos de los que han contemplado detenidamente la estatua y
meditado sobre la impresión que en ellos despertaba se les ha impuesto la interpretación
de que Moisés aparecía representado en ella bajo los efectos de la visión de la
apostasía de su pueblo. Pero esta interpretación hubo de ser abandonada, pues
tenía su continuación en la expectativa de que Moisés había de alzarse en el
instante inmediato, quebrar las tablas y llevar a cabo la obra de la venganza,
lo cual contradecía el destino de la estatua como elemento del sepulcro de
Julio II, junto con otras cinco, u otras tres figuras sedentes. Ahora podemos
ya recoger esta interpretación antes abandonada, pues nuestro Moisés no se alzará
ya airado ni arrojará lejos de sí las tablas. Lo que en él vemos no es la
introducción a una acción violenta, sino el residuo de un movimiento ya
ejecutado […].[2]
Es decir, Moisés supo
controlar su ira en favor de la preservación de la Ley, y de esta manera su
mirada de furia contenida, de fuego interior, es símbolo del “Moisés”
particular de Freud. Aquí reside, por otra parte, el psicoanálisis, fuera
consciente el escultor o no de las implicaciones que tiene la peculiar postura
del cuerpo y las tablas. ¿Sería concebible el Moisés sin la brillante capacidad de su autor, sin sus
circunstancias especiales, que le hacen ser quien es y esculpir la obra que
esculpe? Y del mismo modo, ¿no es una obra de arte la interpretación, subjetiva
a su vez, que hace Freud del Moisés?
Así, tenemos a un sujeto enigmático, aparecido en el Éxodo, a otro sujeto que especula sobre el primero en forma de
imagen, y a otro que interpreta al especulador. ¿No se ve ahora la grandeza del
Arte, que de los enigmas produce genialidades, y de los hechos históricos
elabora concepciones de la vida y el ser humano? ¿No se ve, por otra parte,
cómo ni en el Éxodo, ni en el Moisés de Miguel Ángel, ni en el ensayo
de Freud, prevalece ningún prejuicio objetivo sobre el Arte, y sin embargo,
pocos dudarían de lo genuinamente artístico de las tres obras?
No me explico, pues, cómo
ha habido teóricos tan osados para intentar apresar al Arte, reprimir lo que
tiene de imprevisible en un sistema de preceptos, ya sean estilísticos, de
contenido o de cualquier otro tipo. ¿Y por qué es imprevisible el Arte? Porque
lo hace el hombre. ¿Y por qué es imprevisible el hombre? En la vida misma
tenéis la respuesta.
Para acabar, atendamos a
otras palabras de Freud, para representarnos mejor el calibre de su
interpretación y lo que ésta significa en el imaginario mosaico, que en mi
opinión es, al menos, digno de notarse, puesto que introduce un nuevo rasgo en
la misión de Moisés; la represión de lo pasional en virtud de la norma, de la
Ley judía:
Más importante que
la infidelidad para con el texto sagrado es quizá la transformación introducida
por Miguel Angel, según nuestra interpretación, en el carácter de Moisés. Según
el testimonio de la tradición. Moisés era un hombre iracundo y sujeto a bruscas
explosiones de cólera […] Pero Miguel Angel ha puesto en el sepulcro de Julio
II otro Moisés, superior al histórico o tradicional. Ha elaborado el tema de
las tablas quebradas y no hace que las quiebre la cólera de Moisés, sino, por
el contrario, que el temor de que las tablas se quiebren apacigue tal cólera o,
cuando menos, la inhiba en el camino hacia la acción. Con ello ha integrado
algo nuevo y sobrehumano en la figura de Moisés, y la enorrne masa corporal y
la prodigiosa musculatura de la estatua son tan sólo un medio somático de
expresión del más alto rendimiento psíquico posible a un hombre, del
vencimiento de las propias pasiones en beneficio de una misión a la que se ha
consagrado.[3]
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