UNA REIVINDICACIÓN
DE LA FILOSOFÍA
EL “PARAÍSO PERDIDO” Y EL CONSUELO DE LA FILOSOFÍA
La cultura occidental
actual es de un marcado sesgo humanista, concretamente del humanismo
renacentista (XV-XVI)[1],
afirmación que luego justificaremos. Antes de caracterizarlo generalmente,
conviene que tracemos una definición (conscientes de lo insatisfactorias y poco
consistentes que son las definiciones)[2]:
podría decirse como movimiento cultural perteneciente al período del
Renacimiento europeo, originado en Italia, que influyó enormemente en todos los
ámbitos del saber, la política y la sociedad seculares, y que se basa en un
ideal de hombre erudito (capaz de dominar la fortuna), y en una vuelta
consciente a la cultura grecorromana de la Antigüedad.
Todos los rasgos que a
continuación vamos a exponer, casi nominalmente, tienen un objetivo o trasfondo
común, ya comentado en la definición y que verdaderamente fue la aspiración de
toda la clase erudita que, realmente, fue la que cargó con el humanismo a sus
espaldas (hasta el punto de perjudicarlo, como veremos). Quizás el excesivo
temor a la muerte, motivado por el teocentrismo medieval, por el cual Dios era
el juez de todos los hombres, sea una causa plausible de esas ansias de dominar
la fortuna, de convertir el azar en explicación y el futuro en predicción[3].
Pero, sea como sea, lo primero que apuntamos como rasgo fundamental es el
predominio de la vida activa. Todo ser humano se crea para actuar y se va
haciendo conforme su actuación, entendiendo actuación en el sentido más
inmediato y biográfico del término. Nuestro ser, para decirlo con Ortega, no es
sino lo que hace, y por ello la buena actuación nos llevará a ser buenos
hombres, buenos humanistas. La virtud moral no se queda en lo unilateral del
conocimiento teórico o la praxis
impremeditada. Se trata de esa deliberación reflexiva, prudencial, que realza
al ser humano y a ese absurdo “hombre de letras” lo convierte en un “hombre”[4]
en el pleno sentido de la palabra.
La nostalgia por la
cultura grecorromana es un tópico distintivo del humanismo, que consideraba
esta época como irrenunciable para ese modelo de hombre. Cualquier intento de
sintetizar en unas palabras lo que significaron Grecia y Roma sería temerario e
injusto, por lo que nos quedamos con la visión del hombre como ser autónomo y
de cuya potencia vital emana la visión del mundo. Esto conlleva una visión
decadentista de la época anterior (a la renacentista), es decir, de la Edad
Media, a la que consideraban como un auténtico retroceso intelectual, sobre
todo por esa súbita subordinación de la razón a la fe, la heteronomía moral a
instancias de Dios, el triunfo del monoteísmo cristiano intolerante y
represivo, el eclipse de la filosofía y de la ciencia por la teología, etc.
Muchos pueden pensar, a raíz de esta mención de la religión, que el culto a la
divinidad era algo tan sagrado y practicado en Grecia o Roma (hasta que se
oficializa el Cristianismo en la época imperial) como en el Medievo. Es cierto,
la religión griega era algo presente y recurrente en todos los aspectos de la
vida, pero a favor del mundo clásico se puede aludir perfectamente a una
deficiencia marcada de las ciencias naturales con respecto a las medievales.
Los antiguos necesitaban justificar los procesos naturales y sus propias incontrolables
pasiones de alguna manera, y atribuían poderes sobrenaturales a diversos
dioses, tan “humanos”, incoherentes y veleidosos como los propios hombres, que
constituían una explicación mítica que satisfacía ese asombro ante la vida. Ya
no se trata de un ente todopoderoso, como el medieval, causa y juez de todas
las cosas, sino más bien de justificaciones provisionales que iban surgiendo.
No es de extrañar que los
humanistas quisieran recuperar la historiografía, ciencia que nos permite saber
de dónde venimos y con ello hacer dos cosas: evitar las negligencias del pasado
y elaborar una comprensión histórica (que quizás sea la única aceptable) del
hombre.
Otro tipo de conciencia
que se intentaba difundir era la filológica, como elemento imprescindible para
la correcta transmisión del saber, y como exégesis para releer las Escrituras y
revisar sus posibles sentidos sesgados o manipulados por la Iglesia. Dominó el
latín más que el griego, aunque anhelaban un latín sin la degradación que había
sufrido durante la Edad Media y el escolasticismo.
Más que un movimiento
intelectual, se trataba de proponer una nueva forma de afrontar la existencia,
basada en la erudición y en una moral de caballeros, que por supuesto incluía
el dominio de las armas y la caballería. Véase la figura de nuestro gran poeta
Garcilaso de la Vega.
Señalemos otro rasgo
importante, y que quizá algún ministro pudiera estudiar con detenimiento; el
proceso pedagógico llevado a cabo por los humanistas. Creían que su ideal de
interdisciplinariedad (lo que parece haber desaparecido por completo de las mal
llamadas universidades actuales, donde no es precisamente la universitas de conocimiento lo que
abunda), de rigor científico y honestidad moral libre de prejuicios económicos,
se podía enseñar, y daban a estos estudios los studia humanitatis, locución apodada por Cicerón tiempo atrás. Lo
que reluce aquí, y lo que proponían los malogrados humanistas es un
intelectualismo moral, de herencia socrático-platónica, por el cual la ética es
un conjunto de convenciones deseables y transferibles. No obstante, el magno
proyecto humanístico se perjudicó a sí mismo por sus propias ambiciones, y un
exceso de elitismo acabó por completo con la idea de que las masas tomaran
parte de las cuestiones filosóficas suscitadas, del progreso científico o de la
normativización de las lenguas.
Hubo muchos filósofos y
científicos que reaccionaron contra el teocentrismo medieval y que intentaron
superar el idealismo platónico de Agustín de Hipona o el aristotelismo de Tomás
de Aquino. Un célebre representante de la filosofía renacentista es el mártir
Giordano Bruno. El italiano dio un paso decisivo para comprender un
antropocentrismo basado en la inmanencia de un alma universal. La
transcendencia de Dios es negada por el simple hecho de que, como ocurre en el
monismo bruniano, potencia activa (forma o alma universal) ha de ser una misma
cosa con la pasiva (materia), su relación es interna y por tanto es imposible
la existencia de un Dios transcendente.
La creencia de los
filósofos no recaía en un Dios alejado y omnipotente, como pudiera parecer por
la tosca propagación que ha tenido el cristianismo a nivel social. Ese Dios en
que creían se asociaba a algo mucho más humano, mucho más nuestro. Esta
peculiaridad del género humano no es otra que la voluntad, constante y eterna,
de saber, de aprehender un mundo que (como sugirió Campanella) es una
degradación del “yo”. Dios representa esas ansias de eternidad que están
presentes en cada individuo. Este “estar” de esa voluntad de saber, es un
“todo” desplegado por la humanidad como potencia activa (forma) de nuestra
alma. Y esto es una misma cosa con la potencia pasiva que existe en cada humano
de modo distinto.
Podemos incluso ir más
allá, para ver hasta qué punto los humanistas achacaban al Medievo esa
parálisis intelectual. En el ámbito de la teoría del conocimiento, por ejemplo,
sus denuncias están justificadas. El éxtasis místico medieval consistía en una
fusión del alma con Dios, hecho que saciaba esa hambre de conocimiento y, por tanto,
reducía sus aspiraciones. Por el contrario el proceso que propone Bruno es muy
diferente, ya que pone ese descubrimiento de Dios o del alma universal en
último término, después de un proceso epistemológico que arenga al conocimiento
a querer conocer más.
Pero toda esta larga
introducción tiene un propósito, y es justificar la tesis de que nuestra
civilización, a día de hoy, en pleno siglo XXI, es de marcado carácter humanista. Y eso que, aunque
pueda resultar paradójico, las humanidades ya no tiene el predominio que
podríamos suponer a partir de la denominación “humanismo”. No obstante, nuestra
cultura tiene el mismo afán, persigue el mismo objetivo que el humanismo, a
saber; someter la fortuna bajo la fuerza del hombre virtuoso.
Evidentemente, no es esto todo. Podemos ver otros restos del renacimiento,
y para ello viajemos de nuevo al siglo XV, en plena emergencia de la ciencia moderna. A pesar de las
discrepancias que la siguiente afirmación ha causado, se percibe en dicha
época, por primera vez en la historia, una unidad entre humanidades y ciencias.
Muchos pensadores defienden lo contrario, que es en dicho siglo cuando, por un
progreso y alcance técnico y científico apabullante, las ciencias adquieren
autonomía frente a las humanidades. Pero esto podemos desecharlo sólo con
acudir a la actitud (y en muchos casos declaración explícita) de muchos
científicos. Newton es un ejemplo, pero quizá el más paradigmático sea Galileo,
quien se autodenominaba filósofo. En el fondo se trata de ser coherentes con el
saber y con toda filosofía; la Verdad es múltiple y necesita de múltiples
métodos. Me parece absurdo hacer una separación entre ciencias y humanidades,
lastrando así las aspiraciones del conocimiento exhaustivo de la realidad. Y lo
mismo me parece con respecto a la filosofía en concreto, a la que en un acto de
simplismo se relega muchas veces al campo de las “letras”, como si los
filósofos fueran meros novelistas o poetas. El filósofo afronta la realidad
como totalidad, como asunción de lo complejo de ésta y con el coraje que
significa encararla en toda su amplitud. Para el amor a las letras ya existe
otra disciplina, honorable por supuesto; la filología.
Así es como, generalizando tal vez demasiado, nos encontramos con una
escisión injusta entre letras y ciencias. Cierto es que, metidos
ineluctablemente en esta dicotomía, las ciencias tienen evidente predominio. En
primer lugar, aparte de las estadísticas o la consideración peyorativa de las
letras frente a las ciencias, es evidente que la legitimación social, política
y económica recae en las segundas. La población ve en el saber científico un
instrumento eficiente para ese fin al que aludíamos, el de dominar el destino.
Además el sistema capitalista, basado intrínsecamente en el progreso material,
tiene a las ciencias como punto de apoyo para, por ejemplo, extraer más
productos naturales o servir a un consumo acelerado e inconsciente. Si a esto
añadimos que los políticos se aferran a esa idea de progreso para justificar
cualquier acción, por muy antipopulista que sea, no es de extrañar que sean las
ciencias quienes tengan un valor más alto en la mentalidad de la población.
No vamos a discutir aquí la evidente
capacidad de la ciencia para construir, evitar catástrofes, curar enfermedades…
en fin, su eficiencia práctica que la ha convertido en una de las cimas de la
mente humana. Pero es que aquí se produce una confusión que nos hace volver la
vista atrás. En el origen del humanismo no se consideraba la dominación de la
fortuna como la seguridad de la supervivencia o la mejora de la vida a nivel
material o de riquezas. Esta dominación llevaba implícita un aspecto mucho más
humano y moral; la difícil tarea de la autonomía de conocer el verdadero valor del hombre, que
trasciende a posesiones o progreso industrial. Esto es, realmente, una
afirmación de la vida más radical que cualquier otra. Se trata de decir sí al
arte, a la música, a la poesía, al pensamiento libre, que son actividades que
expresan con sinceridad el desarrollo del hombre, su dionisíaco vagar por la
historia.
Hay más cosas que han cambiado desde el renacimiento, y es la nostalgia por
una época pasada, la conciencia filológica (poca gente estudia inglés por amor
a Shakespeare o a Keats, y toda reivindicación filológica actual es más por una
situación de agravio o vestida con una reivindicación cultural, como por
ejemplo el problema del catalán) y por supuesto la filosófica, virtudes éstas a
las que les imagino un funesto destino. Lo mismo ocurre con la historia, la
cual puede atraer a mucha gente como modelo de lo que se debe o no se debe
hacer, o como experimento para descubrir otras culturas, pero nunca como valor
intrínseco, como ver al hombre a través de su historia.
El caso de la filosofía nos lleva a una más honda reflexión, ya que no hay
nada más opuesto a la cultura o pensamiento actual de las “masas” que la
filosofía. La cultura consumista que nos rodea, los fugaces medios de
des-información, la globalización económica… son un conglomerado de elementos
que hacen de la vigente una cultura de lo instantáneo. Las noticias interesan
durante un período de tiempo (el que dura de la cocina al ordenador o poco
más), luego son obsoletas. Lo imagen, lo chocante, lo inmediato, es lo que
triunfa hoy. Todo ello ha causado que dejen de preocuparnos ciertos temas más
perennes, que exigen un mínimo de detenimiento, y en estos temas es la
filosofía el saber por excelencia. La meditación, la lectura sosegada, ya no
son atractivos, hasta el punto de que, como se ha demostrado empíricamente, ya
no somos capaces de atender durante más de 10 minutos a una disquisición
abstracta.
La paradoja a la que antes aludíamos se acrecenta aún más cuando observamos
la colonización progresiva de las ciencias sobre las humanidades. La
especialización es el síntoma más claro, o la adopción del método científico
por parte de aquéllas.
Después de este análisis con respecto al humanismo y sus vestigios, nos
vemos obligados a perfilar de una vez la conclusión de este escrito, que a fin
de cuentas no constituye sino una reivindicación de la filosofía como fenómeno
posible y deseable hoy en día. La justificación de esto la hemos de buscar
observando el contexto social e histórico en que se formula la cuestión, es
decir, en esa época apodada “post-modernidad”, uno de cuyos atributos más
importantes es el preciado individualismo. Y no sólo gusta de nobleza, sino que
es el tesoro más alabado de nuestra sociedad. Si de las humanidades hacemos una
concreción, y ponemos nuestros ojos en lo estrictamente filosófico, descubrimos
que la mejor forma de preservar ese individualismo, incluso de hacerlo más
personal e invulnerable, es ese “amor por la sabiduría”. Porque la filosofía
comparte es carácter accesorio del ser humano, y por ello mismo puede ayudar a
fortalecerlo. Más aún, la filosofía se nos presenta como diamante en bruto,
como valor en sí mismo, porque como todos dicen (y se autocomplacen de hacerlo)
la filosofía es inútil, no tiene utilidad. Si presuponemos la utilidad de las
ciencias para el progreso, nos queda que éstas son un medio, mientras que la
filosofía es un fin. Ahora se plantea la pregunta ¿qué es progreso? Y ante la
confusión y sinsentido a que puede llegar una premeditada respuesta
autocomplaciente, yo respondo: el progreso tampoco es un fin en sí mismo,
porque nunca se satisface, ya que todo progreso aspira a algo más. ¿Qué mejor
alago para la filosofía, que se reserva para sí el privilegio de ser un fin
para el hombre, ayudando a hacerlo más reflexivo y menos arbitrario?
[1] Diferenciamos éste del latino, promulgado por Cicerón en la Roma clásica,
del cristiano, del marxista o del transhumanista.
[2] Creo que para comprender con rigurosidad los conceptos, ya sea el concepto
de “historia”, “nación”, “libertad”, lo más adecuado es hacer un análisis
histórico del mismo, porque éste nos dará su origen, su evolución y su papel en
las distintas culturas. Es ésta, evidentemente, una postura deliberadamente
historicista del hombre y de la filosofía. Téngase en cuenta que la definición no
hace justicia a lo que son las cosas; las cosas se mueven, cambian, adoptan
distintas apariencias conservando su esencia, y la única forma de explicar esto
es mediante la descripción realista de ese proceso, mediante verbos, que es la
proverbial palabra del movimiento. Las definiciones abundan en adjetivos, pero
estos son más ilusorios que realistas. Es lo que hace, como dice Escohotado,
cualquier reduccionista o idealista para defender sus tesis.
[3] Esta idea, y algunas otras posteriores como la pervivencia humanista en
nuestros ideas y los consiguientes argumentos, están extraídos del trabajo de
V. Sanfélix, “¿Cabe la filosofía en una cultura humanista”? En J.I. Galparsoro
&X. Insausti (Edts), Pensar la filosofía hoy. Madrid. Plaza y Valdés. 2010.
[4] “Hombre” deriva etimológicamente, aunque no tenga la misma raíz, de la
palabra griega άνθρωπος, que significa “individuo del género humano”. Los
latinos, con los cuales sí compartimos la raíz, la tradujeron por homo sin perjuicio del significado. Por
tanto, quedan fuera de lugar reivindicaciones feministas ante un uso, no sólo
válido, sino justificado históricamente, del lenguaje.
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