PEQUEÑAS CONFESIONES
Hace tiempo que un
pensamiento ha ido llenando poco a poco mis venas hasta hacerse aflorar a la
superficie de mi teclado. Desde que me di a leer libros he tenido la tendencia
a pensar que en ellos está todo; toda la sabiduría, todo el bien, el mal, todas
las cosas que fueron, que son o serán. Pero, realmente, si somos sensatos,
admitiremos que los libros no son sino algo que ocurre en algún lugar, y ese
lugar es la vida. La vida es mucho más apasionante que los libros. Los libros
te envuelven, pero la vida “es”. La vida la eres tú. La vida tiene una fuerza
incontrolable, es un afluente de energía que ni ciencia ni filosofía podrán
nunca dilucidar. Qué amasijo tan incomprensible de imágenes, de sentimientos,
de ideas, de sonidos, de voluntades individuales o colectivas, de vivencias
intransferibles.
La vida de cada uno es la
mejor novela que se pueda escribir. Ni Cien
años de soledad, ni El Quijote,
ni Crimen y castigo, ni Tirant lo blanc pueden compararse en
vitalidad, en realidad, en espíritu, a la vida. Por ello, dejemos que pase
nuestra vida y observemos su pasar. Cualquier cosa que ocurra forma parte de la
vida y por tanto no debe preocuparnos demasiado; lo justo para comprender que
eso era irreversible y que no cabe atormentarse. Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, dice el poeta.
Posiblemente no haya leído jamás tanta verdad en tan pocas palabras. La mayoría
de los lectores se queda en la belleza de éstas, en su sonar machadiano dulce y
embriagador, pero estos versos contienen lo más hondo y lo más filosófico de la
vida; que ésta es un sinsentido de cosas que, ni fueron, ni serán, sino que van
siendo, que son. La vida es un instante, el instante en el que estamos y en el
que escribo éstas líneas. El pasado, el futuro… ¿qué son sino utilísimas
elucubraciones mentales?
Quizá sea éste el primer
escrito que elaboro con más voluntad de introspección personal que por exponer
algunas ideas (si es que podemos diferenciar ambas cosas, lo cual, como
siempre, pongo en tela de mi escéptico juicio). Esto que escribo podría ser una
página de mi nunca escrito diario personal. Y la verdad es que en eso se ha
convertido mi vida en esta mitad larga de verano que llevamos. Esta vez voy a
ser optimista. Lo siento, querido y respetado Schopenhauer, has sido mi
predilección durante mucho tiempo. Pero a estas alturas necesito,
deliberadamente, olvidarme de ti. Quizás porque sé que si me planteo tus
doctrinas acabaré cayendo, y no me apetece. Voy a inventar mi “yo” optimista. Y
esto no es ni una traición ni nada que se le acerque. Siempre sostendré que el
ser humano no tiene identidad, o en el caso de tenerla es su constante cambio.
Ergo, un cambio repentino de ser no es inmoral (otra palabra que me pincha los
oídos y me absorbe el cerebro cada vez que la pienso… ¿qué es lo inmoral?) para
mí.
Lo nuestro es pasar, lo mío, más bien, es pasar. Un pasar arduo,
pesado, a veces insufrible. Pero al fin y al cabo un pasar más. Como el de
todos los demás. Tan auténtico, tan incorregible, tan triunfante como el de
todos los demás. Cuando la tristeza o el tedio te golpean es muy útil alejarte
y ser un observador de ti mismo. Entonces me vienen a la cabeza esas palabras
de Borges que he escuchado en alguna entrevista suya; ¿qué importa lo que pueda
ocurrirle a este humilde chico de un pueblo de montaña, perdido en la
inmensidad del tiempo y del espacio? ¿a quién le importa? Saludar a la vida,
preguntarle cómo está, es algo que me complace muy a menudo. Así este verano,
como toda mi vida, es un continuo discurrir de cosas, que ni han pasado ni
pasarán, de cosas que pasan, simplemente. Hoy leo, mañana escucho música, al
otro salgo a respirar el urbano aire de mi Castalla, al otro me envuelvo en
divina embriaguez… y así va sucediendo mi vida y mi yo que ni se consume ni se
nutre porque no existe.
A veces me vienen a la
cabeza momentos de antaño. Situaciones ya ocurridas y que fueron muy
placenteras para mí. Un olor peculiar, una melodía, un dejavu repentino que me recuerda el eterno retorno de Nietzsche, la
sonrisa de algún amigo que incomprensiblemente despierta a la mía. Hace poco
terminamos un campamento musical en plena montaña, apartados del mundo y de la
ciudad. Más allá del encanto que por supuesto tiene siempre este denominado
“Carrascal”, que ya ha cicatrizado en las almas de todos los nosotros, por su
obvio componente musical, he visto allá en estos cinco días algo que siempre
había puesto en entredicho y de lo que muchas personas se atreven a dudar; la
fraternidad humana. En ese albergue viejo y montaraz, en el que no faltan
leyendas misteriosas sobre los antiguos maristas que lo utilizaban, varias
decenas de personas hemos convivido con honestidad, con alegría y con respeto.
En cada despertar, en cada desayuno ambientado en el sopor matutino, en cada
mirada de pura risa, yo, irresistiblemente, veía el sinsentido que es el hombre
y lo inútil que es intentar acertar a describir con una palabra que es eso que
ocurre cuando miras a otra persona y ríes si ella ríe, o te aturdes si ella
llora. Son esos momentos en que te olvidas de lo que fue y de lo que será, y
buscas con anhelo el ser del otro, para fundirte en amor recíproco.
Esto ocurre más veces de
las que nos creemos, y tal vez los momentos de malestar o de miseria humana
sean más llamativos por su excepcionalidad. Son éstos los momentos en que
alguien falta a la virtud de la tolerancia, en que no se acepta la diferencia y
la dignidad del otro queda rebajada injustamente. Hay que reivindicar la
diversidad de opinión, de pensamiento y de acción. El respeto por el otro es lo
único que nos puede salvar de la vileza humana y todas sus consecuencias.
Lo nuestro es pasar. Gracias, Machado, por brindarnos tanta sabiduría
en unos centímetros de papel. Dejemos que todo quede, o que todo huya, pero
alabemos el pasar y todo lo que ello contiene; el amor y el incomprensible
fruto de la vida.